Está triste Venecia: claro, ha perdido más de la mitad de población, la vida es más cara de la cuenta, de lo que debería; y los vecinos se quejan de la brutal invasión que sufren y que ha alterado su vida, hasta el extremo que declaran que ese fue el motivo de que más de la mitad de su censo de residentes se marchara, y lo que provoca su escepticismo respecto a los planes de recuperarlos, al menos en parte. Pero aun hay más, la queja es que buena parte de los veintitantos millones de visitantes anuales llegan en algún medio de transporte, hacen las consabidas fotos para decir que allí han estado, y se marchan por la tarde con viento no muy fresco -eso pensaría el sudoroso von Aschenbach (1)-, y prácticamente sin haber aliviado la bolsa. Eso sí, la dejan -a Venecia- en un estado no muy presentable, parece que ese tipo de visitante es puerco en toda latitud.
El caso es que la cosa no responde a una opinión baladí, ayer mismo fue el resultado de un brillante trabajo realizado por Ana Blanco y Lorenzo Milá sobre lo que más allá de El Pito, ya aparece como un lugar común y, para los atribulados pequeños empresarios entrevistados, una realidad inexorable e irreversible. Sus pequeños negocios de índole diversa están siendo barridos por tiendas de souvenirs, a no mucho tardar, chinos. Nada de Murano.
En fin, el mal olor -que ni el mismísimo Luchino, el Visconti, quiso disimular- va en aumento... así que una administración hipócrita declaraba: el interés por estudiar las acciones que pudieran ayudar, etc, etc.
De manera que, el pobre ciudadano se queda perplejo de compartir problemas con la capital mundial del turismo y, al parecer, la misma imposibilidad de embridarlos -tan comunes- ni aún estando a tiempo. Ya lo decía Don Jacinto, aquél de los intereses...
¡...dita, sea!
(1) Protagonista de Muerte en Venecia. (2) Visconti, director de la película.