(Publicado en el nº 8 del Anuario El Baluarte)
-Lo que el tiempo se llevó... -
-Lo que el tiempo se llevó... -
El mundo tal como era, hace casi cincuenta años, comienza a ser una memoria deshilvanada… de recuerdos imprecisos: cómo se llamaba aquél, o dónde ocurrió tal… Es nuestra condición, o habría que decir nuestra naturaleza. Pero si de Cudillero se trata, hay que sumar otro olvido: no es que sea más grande o más chico, más nuevo o más viejo, no. Es que es distinto: el tiempo -que acaba con todo- nos lo ha cambiado. Se han ido marchando las gentes, primero fue la emigración, luego la biología; lo que se traduce en echar de menos a los fulano o a mengano, a tal familia o al otro establecimiento.
Por mi memoria –todavía- desfila un carrusel de imágenes: las subastas en la rula, entre la barahúnda de carros y camiones, pescaderas, cajas de hielo donde bailaban todavía escamas de plata que, ya fuera del traste, seguían buscando la mar; sebordar con poleas, si el cable de José Antonio se quedaba sin luz en pleno temporal -me tocó, me tocó, aquel malhadado verano del 61-; el vino de casa Leal; Tejerina, el médico, gesto adusto, gafas de concha y aquel Morris inglés; las partidas del bar de San Xuan o en la confitería de Julio Calzada, donde nos gastábamos de guajes la paga en caramelos; Totó amurando vela; los eternos rivales Marino-Paviano; el Recachao arrastrando aquella vara hasta la cabeza’l muelle, donde tratábamos de aprender a pescar algún pancho; un gentío que subía o bajaba en romería de Santana, con o sin liga verde; los que venían, los que nos íbamos. ¿Acordáisvos?
Cuando empezaron la ENSIDESA de Avilés -tan cerca-, Cudillero comenzó a marcharse, primero en aquellas Guzzi, antes de las seis de la mañana, y luego toda la familia, a lugares de nombres como Villalegre, el Barrio de la Luz o Versalles, nada menos. (La Estrecha o la calle Salsipuedes se fueron quedando atrás... vacías). Entonces, poco a poco, se fueron alejando los recuerdos... si pescaba más bonitos Pepe Kubala o José Antonio el Carmenchu, o si era Lucianín a la ardora...
Podríamos seguir con la ensoñación: qué se fue de la sirena de las fábricas al mediodía… todo el pueblo sabía que era llegada la hora de comer. Y... qué de la procesión de las pixuetas calle arriba, calle abajo: todavía recuerdo la parada -y bajarse el barreñón de la cabeza, en la acera de las mujeres de la familia, vecinas o amigas- para la sisa del, admitido, buen plato de bocartes para hacer la anchoa de casa. Pa’chasco que lo fueran a comprar ¿Y dónde? Buenas eran aquellas pixuetas. Entonces, por las costeras de la ardora y de bonito, medio pueblo, iba, trabajaba en la fábrica.
Aún recuerdo el olor inconfundible -aceite fresco de pescado-, que se desprendía de aquellos varales, o más antiguamente marianos, donde las gatas y otros escualos escurrían el saín (1) que, a más de dar sobrenombre a la villa, lo mismo curaba algún achaque que alumbraba los últimos quinqués de las Asturias. Algunas costeras se cargaban, también, de chicharrón y de caballa, llenando las aceras desde la plazoleta hasta el muelle del oeste.
Aquel Cudillero, como los pueblos premodernos, desde el relato de Hesíodo, pautaba los trabajos y los días: bajar la varas de Bonito antes de San Pedro, anunciaba al verano; empatar anzuelos en otoño, esperaba el Besugo; encascar y afeitar redes, traía Bocarte de la ardora toda la primavera. El invierno, entre el Besugo y la ardora, era traicionero y temido... Todavía conservábamos aquel temor arcano de los 'días señalados': pocas eran las familias que antes o después salían librando. La mar, cada tanto, se cobraba su tributo: Sabino, Zochas, Tono el de Paulino con José Luis el de Eloína y sus hijos, el Ñe, el hermano de mi madre y sus tres primos, hijos de Llanera, y tantos más que les precedieron en rosario interminable. Esa es la otra cara de… ese mar que ves tan bello.
Don Armando lo narró con todo realismo, en la que pasa por ser la mejor novela marinera de la literatura española: el Cudillero de "José" nace -al parecer- de la impresión que produciría dejar la Quinta de Selgas -una réplica del Petit Trianon de Versalles- para encaminarse trochas abajo, desde la Talaya hasta la mediana entre la Iglesia y la Ribera. La expresión -en el inicio de la novela- de esa bajada, revela una auténtica epifanía, imposible de confundir con cualquier otro lugar (2). La misma impresión que, seguramente, experimentaron... Jovellanos imaginando puertos y caminos; Jorgito Borrow, aunque sólo cuente el tránsito espantado, pero bien acompañado por sus biblias, entre Las Vallotas y Muros del Nalón; Víctor de la Serna y Espina, tras los Foramontanos, cuyos familiares me prohijaron en Madrid-Babilonia; Ortega y Gasset que traído por Evaristo Valle, nos veía con caras o, al menos, gesto de cormoranes ávidos del mar, afición que pasó a su hijo Miguel, tal que éste me confió una noche madrileña. Expresión, decía, la misma que revelan la mirada del grabador y pintor Campuzano, los Martínez Cubells, Esteve Botey, Chicharro, Vaquero Palacios, Casaus y toda la pléyade que desde el siglo XIX lo cuenta y lo pinta. Todo eso es lo que se fue con el tiempo, lo que echamos de menos o lo que nos parece que ha desaparecido de este Cudillero... Ese algo esencial, ahora sombras, que se desvanecen entre el pasado y la memoria.
Habría que volver a desatar las palabras de López Pacheco, o la caja de pinturas de Casaus, para retornar el espíritu, la esencia, de aquel Cudillero que se fue, dejándonos... cuántas casas vacías, y aun peor que vacías. Aunque sepamos que ese tiempo... nunca vuelve.
Uno le da vueltas y más vueltas, que si el falso progreso, que si las luces de la ciudad... al final, un marinero, ya tan mayor como yo, me descubrió la verdad: la vida de la mar es muy dura, demasiado dura, y más como lo era entonces, cuando comenzaron a marchar...
Quizá el suceso de la emigración a la ciudad sea el mal general del país, pero no es fácil soslayar las últimas oportunidades perdidas con el maná europeo de los noventa –que recuerdan la parábola de los talentos-. No era muy complicada la receta: ordenadores para todos los guajes, unos pocos profesores de informática y diseño, y no nos harían falta eso que ahora llaman startups. Aún recuerdo un tiempo, cuando la primera iniciativa de un rapaz era hacerse con una lancha, como el José aquel de la novela... aunque ahora el negocio no siempre venga de la mar.
No es demasiado original aducir el espíritu del tiempo, o que los que vivimos en un tiempo estamos a él conectados de manera irrepetible. Es como si nuestra conciencia y nuestra sensibilidad fuesen moldeadas por lo que pasa o no pasa en ese tiempo. Vivimos el nuestro, nos confundimos con él, de manera que ese tiempo sólo existió porque nosotros lo hemos vivido. El recuerdo de nuestras sensaciones: cuando niños nos escapábamos libres, en las noches claras de verano, al muelle del este convertido en paseo de chicos y mayores, hasta más de la medianoche; o el descubrimiento de lo que todavía no le dábamos nombre: la libertad de vagar por el muelle del oeste y más allá -ya en pandilla-, y que no es intercambiable con ninguna persona; ni tampoco la vivencia colectiva de quienes pasamos aquel tiempo en este sitio. Los filósofos alemanes –se ve que hay gente pa’too- del siglo pasado, andaban con historias de lo óntico o lo ontológico, de los entes o del ser… es mucho más sencillo: SER EN EL TIEMPO. Por eso nos identificamos, sentimos, y somos inseparables del nuestro. Y él de nosotros. Es lo que desata las emociones de la añoranza y la melancolía, hasta confundirnos con un tiempo un lugar.
En ese tránsito, los humanos somos muy repetitivos: al principio la vida es como el esplendor en la hierba… pero luego, siempre es como en aquel relato de Joyce, al final de Dublineses, de cuyo nombre yo tampoco quiero acordarme.
Después de todo, solo somos olas, que llegan a la playa de la vida, después de unas y antes que otras…
Ahora: ahora, ya sólo quiero escribir versos tristes en Vidío:
Por mi memoria –todavía- desfila un carrusel de imágenes: las subastas en la rula, entre la barahúnda de carros y camiones, pescaderas, cajas de hielo donde bailaban todavía escamas de plata que, ya fuera del traste, seguían buscando la mar; sebordar con poleas, si el cable de José Antonio se quedaba sin luz en pleno temporal -me tocó, me tocó, aquel malhadado verano del 61-; el vino de casa Leal; Tejerina, el médico, gesto adusto, gafas de concha y aquel Morris inglés; las partidas del bar de San Xuan o en la confitería de Julio Calzada, donde nos gastábamos de guajes la paga en caramelos; Totó amurando vela; los eternos rivales Marino-Paviano; el Recachao arrastrando aquella vara hasta la cabeza’l muelle, donde tratábamos de aprender a pescar algún pancho; un gentío que subía o bajaba en romería de Santana, con o sin liga verde; los que venían, los que nos íbamos. ¿Acordáisvos?
Cuando empezaron la ENSIDESA de Avilés -tan cerca-, Cudillero comenzó a marcharse, primero en aquellas Guzzi, antes de las seis de la mañana, y luego toda la familia, a lugares de nombres como Villalegre, el Barrio de la Luz o Versalles, nada menos. (La Estrecha o la calle Salsipuedes se fueron quedando atrás... vacías). Entonces, poco a poco, se fueron alejando los recuerdos... si pescaba más bonitos Pepe Kubala o José Antonio el Carmenchu, o si era Lucianín a la ardora...
Podríamos seguir con la ensoñación: qué se fue de la sirena de las fábricas al mediodía… todo el pueblo sabía que era llegada la hora de comer. Y... qué de la procesión de las pixuetas calle arriba, calle abajo: todavía recuerdo la parada -y bajarse el barreñón de la cabeza, en la acera de las mujeres de la familia, vecinas o amigas- para la sisa del, admitido, buen plato de bocartes para hacer la anchoa de casa. Pa’chasco que lo fueran a comprar ¿Y dónde? Buenas eran aquellas pixuetas. Entonces, por las costeras de la ardora y de bonito, medio pueblo, iba, trabajaba en la fábrica.
Aún recuerdo el olor inconfundible -aceite fresco de pescado-, que se desprendía de aquellos varales, o más antiguamente marianos, donde las gatas y otros escualos escurrían el saín (1) que, a más de dar sobrenombre a la villa, lo mismo curaba algún achaque que alumbraba los últimos quinqués de las Asturias. Algunas costeras se cargaban, también, de chicharrón y de caballa, llenando las aceras desde la plazoleta hasta el muelle del oeste.
Aquel Cudillero, como los pueblos premodernos, desde el relato de Hesíodo, pautaba los trabajos y los días: bajar la varas de Bonito antes de San Pedro, anunciaba al verano; empatar anzuelos en otoño, esperaba el Besugo; encascar y afeitar redes, traía Bocarte de la ardora toda la primavera. El invierno, entre el Besugo y la ardora, era traicionero y temido... Todavía conservábamos aquel temor arcano de los 'días señalados': pocas eran las familias que antes o después salían librando. La mar, cada tanto, se cobraba su tributo: Sabino, Zochas, Tono el de Paulino con José Luis el de Eloína y sus hijos, el Ñe, el hermano de mi madre y sus tres primos, hijos de Llanera, y tantos más que les precedieron en rosario interminable. Esa es la otra cara de… ese mar que ves tan bello.
Don Armando lo narró con todo realismo, en la que pasa por ser la mejor novela marinera de la literatura española: el Cudillero de "José" nace -al parecer- de la impresión que produciría dejar la Quinta de Selgas -una réplica del Petit Trianon de Versalles- para encaminarse trochas abajo, desde la Talaya hasta la mediana entre la Iglesia y la Ribera. La expresión -en el inicio de la novela- de esa bajada, revela una auténtica epifanía, imposible de confundir con cualquier otro lugar (2). La misma impresión que, seguramente, experimentaron... Jovellanos imaginando puertos y caminos; Jorgito Borrow, aunque sólo cuente el tránsito espantado, pero bien acompañado por sus biblias, entre Las Vallotas y Muros del Nalón; Víctor de la Serna y Espina, tras los Foramontanos, cuyos familiares me prohijaron en Madrid-Babilonia; Ortega y Gasset que traído por Evaristo Valle, nos veía con caras o, al menos, gesto de cormoranes ávidos del mar, afición que pasó a su hijo Miguel, tal que éste me confió una noche madrileña. Expresión, decía, la misma que revelan la mirada del grabador y pintor Campuzano, los Martínez Cubells, Esteve Botey, Chicharro, Vaquero Palacios, Casaus y toda la pléyade que desde el siglo XIX lo cuenta y lo pinta. Todo eso es lo que se fue con el tiempo, lo que echamos de menos o lo que nos parece que ha desaparecido de este Cudillero... Ese algo esencial, ahora sombras, que se desvanecen entre el pasado y la memoria.
Habría que volver a desatar las palabras de López Pacheco, o la caja de pinturas de Casaus, para retornar el espíritu, la esencia, de aquel Cudillero que se fue, dejándonos... cuántas casas vacías, y aun peor que vacías. Aunque sepamos que ese tiempo... nunca vuelve.
Uno le da vueltas y más vueltas, que si el falso progreso, que si las luces de la ciudad... al final, un marinero, ya tan mayor como yo, me descubrió la verdad: la vida de la mar es muy dura, demasiado dura, y más como lo era entonces, cuando comenzaron a marchar...
Quizá el suceso de la emigración a la ciudad sea el mal general del país, pero no es fácil soslayar las últimas oportunidades perdidas con el maná europeo de los noventa –que recuerdan la parábola de los talentos-. No era muy complicada la receta: ordenadores para todos los guajes, unos pocos profesores de informática y diseño, y no nos harían falta eso que ahora llaman startups. Aún recuerdo un tiempo, cuando la primera iniciativa de un rapaz era hacerse con una lancha, como el José aquel de la novela... aunque ahora el negocio no siempre venga de la mar.
No es demasiado original aducir el espíritu del tiempo, o que los que vivimos en un tiempo estamos a él conectados de manera irrepetible. Es como si nuestra conciencia y nuestra sensibilidad fuesen moldeadas por lo que pasa o no pasa en ese tiempo. Vivimos el nuestro, nos confundimos con él, de manera que ese tiempo sólo existió porque nosotros lo hemos vivido. El recuerdo de nuestras sensaciones: cuando niños nos escapábamos libres, en las noches claras de verano, al muelle del este convertido en paseo de chicos y mayores, hasta más de la medianoche; o el descubrimiento de lo que todavía no le dábamos nombre: la libertad de vagar por el muelle del oeste y más allá -ya en pandilla-, y que no es intercambiable con ninguna persona; ni tampoco la vivencia colectiva de quienes pasamos aquel tiempo en este sitio. Los filósofos alemanes –se ve que hay gente pa’too- del siglo pasado, andaban con historias de lo óntico o lo ontológico, de los entes o del ser… es mucho más sencillo: SER EN EL TIEMPO. Por eso nos identificamos, sentimos, y somos inseparables del nuestro. Y él de nosotros. Es lo que desata las emociones de la añoranza y la melancolía, hasta confundirnos con un tiempo un lugar.
En ese tránsito, los humanos somos muy repetitivos: al principio la vida es como el esplendor en la hierba… pero luego, siempre es como en aquel relato de Joyce, al final de Dublineses, de cuyo nombre yo tampoco quiero acordarme.
Después de todo, solo somos olas, que llegan a la playa de la vida, después de unas y antes que otras…
Ahora: ahora, ya sólo quiero escribir versos tristes en Vidío:
LA GAVIOTA
Sobre el fondo gris una pequeña gaviota se sostiene
entre el viento, la marea y la línea del horizonte...
difuminada, perdida, entre la melancolía y la lluvia.
Y en el promontorio, hoy, desolado de Vidío,
solitarias cabritillas buscan inútil amparo de esa lluvia repentina,
en ausencia de un triste árbol,
un pequeño diluvio incesante las exhibe a la soledad.
Para T. S. Elliot, Abril era el mes más cruel,
que confunde la memoria y el deseo.
Se preguntaba qué raíces agarran
y qué ramas crecen en la soledad pétrea,
bajo la gris neblina invernal,
donde quizá vuelva a florecer la vida
que... juega al escondite con la llegada de cada otoño.
que confunde la memoria y el deseo.
Se preguntaba qué raíces agarran
y qué ramas crecen en la soledad pétrea,
bajo la gris neblina invernal,
donde quizá vuelva a florecer la vida
que... juega al escondite con la llegada de cada otoño.
Ahora -hoy- es la bastedad del tiempo desolado,
y la vida trata inútilmente de ponerse a resguardo.
Después de todo, las cabritillas... sólo eran una metáfora.
Los días de primavera, de El esplendor en la hierba, no vuelven para siempre,
una repentina e inesperada helada es capaz de malograrlos...
Hoy Vidío -mi nombre- está cerca, muy cerca,
de esas Irlandas de The Baste Land...
y la vida trata inútilmente de ponerse a resguardo.
Después de todo, las cabritillas... sólo eran una metáfora.
Los días de primavera, de El esplendor en la hierba, no vuelven para siempre,
una repentina e inesperada helada es capaz de malograrlos...
Hoy Vidío -mi nombre- está cerca, muy cerca,
de esas Irlandas de The Baste Land...
(1) Del latin 'saginum', Se relaciona con aceite de pescado. En francés antiguo saïn. Puede que el palabro no nos lo hayan traído con 'rochel', 'sable', ‘cochón’, etc...
(2) Cuantas veces he vuelto a hacer la bajada al puerto en otros lugares, se hace más evidente lo imposible de atrapar, recrear o repetir esa magia. Aspecto que, por sí solo, debería dejar de lado cualquier polémica. Aunque claro, en el magín de don Armando, pudieran entremezclase paisajes y paisanajes, como en el de todos los creadores. Pero Rodillero/Cudillero siempre seguirá cayendo al Oeste de peñas...
(2) Cuantas veces he vuelto a hacer la bajada al puerto en otros lugares, se hace más evidente lo imposible de atrapar, recrear o repetir esa magia. Aspecto que, por sí solo, debería dejar de lado cualquier polémica. Aunque claro, en el magín de don Armando, pudieran entremezclase paisajes y paisanajes, como en el de todos los creadores. Pero Rodillero/Cudillero siempre seguirá cayendo al Oeste de peñas...