Entre el mito y la utopía
29 de Julio del 2019 - José A. Suárez Marqués
“¿En qué momento Asturias se
convierte en España? ¿Cuándo Asturias tiene una vocación indudable de
españolidad?”, se preguntaban recientemente dos amigos...
Ambas cuestiones apuntan al momento inaugural, a la idea madre de eso que
dieron en llamar el grandonismo. La respuesta sería tanto como repasar los
hitos de nuestra historia. Pero, a la vez, entiendo, no puede dejarse de lado
la cuestión de la ciudadanía, como es convertirse en nación, o dicho de otro
modo: el sentido moderno de Nación implica el de ciudadanía. Lo cual nos
remonta a la querella entre el idealismo romántico alemán –de Vico a Herder– y
el racionalismo francés –de Voltaire a Napoleón–. No queda más remedio que
citar las dos orillas, que aun combatiéndose –o sea, dialógicamente– son
necesarias para entender los nacionalismos hasta hoy. Ello así, para no
perdernos en la ceremonia de la confusión: si Asturias pretende convertirse en
España –atendiendo a la formulación de esa pregunta–, está asumiendo, entonces,
la personalidad de Nación, lo que implicaría la hegemonía necesaria o control
de las decisiones políticas. Empero, eso solo ocurrió en el corto tiempo de
unos dos siglos y en el espacio del tercio occidental de la Península. Más o
menos. En las tres centurias siguientes fueron apareciendo otros centros de
poder en la vieja Hispania, hasta acabar con esa pretensión hegemónica. Sin
entrar en el poder que representaban, a esas alturas, la Marca carolingia al
norte del Ebro o el contubernio castellano-navarro: la realidad demográfica y
territorial, al final, económicamente hablando, explica mejor que las batallas
–aquel Bermudo III, que perdió la vida y la corona en caballo tan veloz,
“Pelayuelo”, al que no pudieron seguir sus tropas; encontrándose así, solo,
ante el enemigo castellano– esa pérdida de la hegemonía asturleonesa. Para no
hablar de la pretensión del legitimismo astur (el ascendiente visigótico),
rechazada por Vicens Vives; lo que viene a ser la mayor contra el
covadonguismo.
De manera que para cuando se manifiestan los nacionalismos modernos, en
vísperas de nuestras Cortes de Cádiz-1812 (aprobaron la Pepa, de la que cuentan
las malas lenguas que fue la primera en Europa que se descaró por escrito),
Asturias, a pesar del bueno de Jovellanos, ya está fuera de la carrera. Así que
lo que mantiene interés sería su relación con la entidad de esos nacionalismos.
Esas Cortes fundacionales de la Nación, así lo entienden los
constitucionalistas y otros plumíferos, fatalmente, están también en el origen
de la querella que más de dos siglos después sigue lastrando esta nuestra
Nación. No es original, actuó en Europa y aún más allá; pero nos convirtió –en
el plazo de una centuria– en el único de nuestros pares que pasa de tener el
mayor y más potente buque de guerra del mundo, en una de las tres escuadras más
poderosas, a perder su rango como ninguna otra de las potencias: en la década
posterior a la derrota en Cuba y Filipinas –enviamos cuatro buques, medio de
madera y lata–, Gran Bretaña ponía en la grada cuarenta y tantos acorazados,
monocalibre de verdad. Y los Estados Unidos ya habían construido hacía décadas,
por ejemplo, el puente de Brooklyn: sí el, todavía hoy, de las pelis de Nueva
York, o se disponían a levantar el Empire State Building. A eso, a ese mundo,
es a lo que suenan la música de “West Side Story” o la “Rapsodia” de Gershwin.
Ya lo decía don Hilarión, el pobre: las cifras de producción en Norteamérica
–una generación después de su guerra civil– de electricidad, acero,
ferrocarriles, teléfonos o automóviles resultan fabulosas, vale más ni
mentarlas.
Así que la conclusión parece muy fácil: ese cainismo español, por fuerza,
ha sido más permanente y más dañino. El sistema que en el mundo occidental
actuaba, por largos períodos, como turno más o menos pacífico de poder, aquí
acabó actuando recurrentemente, como una auténtica enfermedad bipolar y
excluyente.
Para entenderlo mejor, conviene conocer las ideas fuerza que alimentaron
esos dos polos. Que no fueron más que las dos corrientes de pensamiento que
alumbró el método científico…, decíamos: el idealismo y el racionalismo.
El idealismo romántico, de matriz muy alemana, aunque campó por casi toda
Europa, presentaba unos rasgos muy claros: un sentido exacerbado de conciencia
histórica, que se manifestaba en la defensa a ultranza de las tradiciones, de
la lengua y costumbres propias, y hasta del paisaje o el folclore regionales.
Era sin dudarlo chovinista y xenófobo hasta acabar en racista. Se desencadenó
como una tormenta –la “volkgeist”, o el espíritu del pueblo–, alimentada por
Hegel, Herder, Schelling y… tantos. Y ese espíritu, para ellos, era objetivo,
era la lógica que se hace patente en la naturaleza.
Es la antítesis del racionalismo, de matriz francesa, alumbrado por la
Enciclopedia filosófica y la Revolución, recorriendo una Europa temerosa,
tratando de someterla a las mismas leyes e ideas, o al código de valores
universales. A una especie de estado mundial, en suma.
Se enfrentan así, el pueblo, en definitiva, la lengua, la tierra, la
sangre… con la razón fría y abstracta. Dice Vargas Llosa que decía sir Isaiah
Berlin de esa enemiga del romanticismo: “... es la respuesta del orgullo alemán
herido por las humillaciones militares que le infligieron Richelieu y Luis
XIV”. A los que cabe añadir el Napoleón de la Grand Armée. No es nada distinto
a la reacción castiza contra los afrancesados, ocasionada por el intento
napoleónico de modernizarnos. Y ocurrió que la fractura entrambas posiciones
fue alcanzando a los distintos países, alimentando una clase de nacionalismo
que, desde lo pintoresco o las tradiciones locales del primer romanticismo,
llegaría a la agresividad exacerbada y la exclusión de lo ajeno. La pretensión
de singularidad fue derivando en la de superioridad. Paralelamente la
revolución científica se fue convirtiendo en industrial y económica, hasta
acabar desencadenando la hecatombe de “El mundo del ayer: relato trágico” por
S. Zweig de las consecuencias para Europa de las dos grandes guerras.
Lo cierto es que a lo largo de esa historia el Nacionalismo romántico y el
Internacionalismo revolucionario se combaten, pero también intercambian
“cromos”, se influyen y se contaminan dialógicamente; lo que lleva a la Europa
devastada, a la empresa de superar su cainismo atávico con la Unión Europea,
emprendiendo el más notable período de estabilidad, quizá, desde la Pax de
Augusto. Tiempo, que acaba el enfrentamiento de bloques y las ortodoxias
internacionalistas. Pero, no en el fin de la historia: desaparecidos los Berlin
y Russell o los Althuser, Sartre, Mao y otros tales, se va produciendo la
deserción en cadena de adalides de los proletarios del mundo y… lo peor, acaban
cambiando de bando. En esas estábamos cuando al abuelo se le ocurrió morirse en
la cama mientras la historia –en el último cuarto del siglo XX– daba un formidable
acelerón: rota la bipolaridad y el estatus de bloques, aparecía una sociedad de
realidades porosas, donde los estados nación se enfrentaban a nuevos riesgos.
La globalización y desregulación de la economía eran respondidas por ideologías
y movimientos localistas. Y, como en un reflejo de aquella vieja Cathleen, la
que impulsó a una juventud enloquecida por toda Irlanda tras el imaginario
feérico de Yeats, aparecen los émulos del Sabino Arana de racismo violento y
xenófobo, hasta diferenciarse de los catalanes por españoles; del Castelao del
racismo suevo, dispuesto a imponer sus ideas por la fuerza, como la pureza
racial gallega frente al mestizaje español, cuando la investigación genética
actual revela que la población gallega está más próxima a la norteafricana que
la del resto de España, incluida la granadina, o del Valentí Almirall del
Memorial de Greuges, que desde la Renaixença acabará en el supremacismo
identitario, a su vez, más excluyente e insolidario.
De manera que los nacionalismos localistas, ante el proyecto europeo, cuyos
interlocutores son, en realidad, América, China, Rusia, o incluso el mundo
islámico; a conveniencia, ignoran su condición de naciones sin Estado,
fascinados por ideologías totalitarias vinculadas al territorio natal, al
derecho natural, como la de Carl Schmit –que no la del derecho normativo, según
formula Kelsen–, o por la inmediatez posmoderna de Lyotard, que va del marxismo
crítico al budismo mahayana, versión Zen, pasando por la fenomenología, para
acabar decretando la teoría del conocimiento efímero y relativo del vale todo.
Es el propio Juaristi quien hace la crítica desde el autodenominado “movimiento
de liberación vasco”, con argumentos igual de útiles en los casos catalán y
gallego. Senda, que hoy trata de seguir el sedicente nacionalismo astur y que
no deja de ser preocupante; a la vista de la andadura del gallego tras los
pasos de los mayores... el propósito es claro. Siendo solo un poco
deterministas: con las mismas premisas acabarán en la misma conclusión.
Volviendo a la realidad... aun estorbado o retrasado el proyecto europeo,
volvería a su inercia; a riesgo de desaparición de la Unión, reducida a una
especie de parque temático o turístico. La incongruencia es la condición de
posibilidad de esa Europa, opuesta esencialmente al mal llamado derecho a
decidir: ¡Que no me mande el señor alcalde, que solo el alguacil! Así,
prevalecería el espíritu de campanario –de los nuestros–: racismo,
resentimiento y violencia, para imponer la jerarquía y el privilegio. Que son
lo que explica la frecuencia oportunista de ese nacionalismo en las dictaduras
totalitarias o en el Tercer Mundo.
Sin embargo, comprender este mundo y transformarlo, con alguna esperanza,
requiere una Teoría Crítica de la sociedad, como propone Habermas: desde la
razón y el Estado de derecho, en sociedades abiertas; lo cual la condición
humana requiere de una acción dialógica e intersubjetiva, de modo que ha de
integrar una democracia deliberativa y la comunicación entre distintos...
tratando de superar la sinrazón instrumental entre quienes buscan la
explotación recíproca, que maximice los beneficios, pero que causa un daño
medioambiental insostenible, además de la alienación y la insatisfacción
sabidas.
Escuela de Frankfurt, aparte, Habermas interpeló públicamente a los grandes
“maestros” de la filosofía alemana tras la catástrofe bélica. No obtuvo
respuestas... Cuenta Adela Cortina –tan conocedora de Habermas– que ese
desprecio a las masas y la exaltación de la arrogancia individual son la marca
de la identidad excluyente, son la miseria del supremacismo nacionalista.
Así, no queda más que reclamarse del patriotismo constitucional, de la
actitud dialógica de reivindicar a Weber y también a Marx, no del nacionalismo
romántico...
Seguramente fue en Oviedo, en 2003, donde el ya viejo Habermas citaba:
“Debes ver a Europa como tu patria mayor…”.
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