(Publicado en el Nº 6 de la Revista Anuario EL BALUARTE
de la Asociación de Amigos de Cudillero)
de la Asociación de Amigos de Cudillero)
Cudillero –lugar al que siempre se vuelve- tiene una
relación especial con la memoria…
Quizá, eso explique la evocación inmediata en la
distancia o en los encuentros: “Acuérdaste de…”.
Debe de tratarse de una impregnación o una vibración un
tanto peculiar. Cierto, que el paisaje
y el paisanaje ayudan, o más bien ayudaban… Quiero decir, que va menguante: la
modernidad, el exceso, el turismo atropellado y algo de descuido, han
convertido a mi pueblo en otra cosa. Quizá sea rumia de viejo, pero buena parte
de su más genuino encanto ha desaparecido. Y no lo digo por fastidiar o como
crítica negativa, lo digo, por si se llega a tiempo, todavía, a preservar algo
de aquel Cudillero tan diferente… Tampoco es nada original lo ocurrido: son
tantos los lugares más pintorescos u originales de España, arrasados por la
industria turística y la codicia mal contenida… Pero los últimos veinte años
nos lo han dejado medio irreconocible.
Mi memoria
alcanza, aún, a mediados del pasado siglo. Entonces, mi pueblo doblaba la
población y la actividad de hoy. En un país más pobre, la vida bullía en
aquel Cudillero.
Todavía hoy, perdido entre el monte y las dehesas de El Escorial, puedo
evocarlo: En el otoño, a menudo, cuando el paseo me ha llevado por uno de
los más soberbios parajes serranos, de pronto -en plena ensoñación-, me sale al
paso la Casita del Príncipe, donde un viejo rótulo reza: “Glorieta de Juan
Selgas”. Y, entonces, claro, la imaginación salta por sobre el Guadarrama en
un vuelo a través del tiempo y el espacio: … bajando, de camín, se me
representa la “Cuesta Cunchina” –hasta hacía nada “de Guaítos”-. Era,
para mis cinco años, una cuesta imponente; subirla en bicicleta: un Tourmalet,
o así. Un desafío para todos los guajes, como un doctorado ciclista. Claro que, en aquel Cudillero, prácticamente no había bicicletas. No me resisto a
contarlo: los Reyes del 53, me trajeron una bicicleta. ¡Buena hubo! No sé cuántas ‘per cápita’ repartiríamos aquel año, pero la disputa por a quién le
tocaba cada vuelta, acababa con una descalabradura; con lo que la jefa –mi ma-
decidió venderla al otro día. Es literal. De manera, que hubo que volver a
jugar al lirio, a la potra o a las chapas en El Palación.
Así, al
cumplir los cinco años, me mandaron a la escuela de Calixta –no estoy muy
seguro si, en realidad, sería Calistra-, que era lo que hoy llamarían una
escuela de proximidad, o sea, que estaba
a la vuelta de mi casa. No me resisto a evocarla: entre el almacén y la bodega de aquellos vinateros
castellanos, los Leal. En mitad de la curva, tras franquear un portal de
azulejo, se subía un piso de escalera -húmeda, como la mayoría de las del pueblo,
por aquella época-, casi por encima del río de la Mimosa y, nada más girar, a la izquierda, se entraba en el ‘aula’; bueno, en la escuela de Calixta: un coqueto
salón de una señorita solterona y severa, pero que siempre recordaré con
cariño. Se daba bastante arte para meternos las primeras letras (Teniendo en
cuenta que, por la época, los arrapiezos de Cudillero estaban bastante asilvestrados).
Había una gran mesa central de madera, alrededor de la cual situaba a los
alumnos –por el momento- más aplicados; pero si habías sido más trasto: al banquín
o, como mucho, a unos pupitres, casi mirando a la pared, de aquellos de tapa
inclinada y tintero de porcelana. Quiero recordar algo parecido a un encerado,
haciendo esquina con… ¡El piano! Nada menos que un piano, donde ‘la maestra’,
en ocasiones especiales interpretaba una música que nos parecía, literalmente
de otro mundo. Seguro que fue la primera vez que pude escuchar el ‘Para
Elisa’. Así era mi escuela de párvulos,
y cada vuelta a Cudillero, por un momento, regresa a mi memoria, con la
extraña claridad de los primero
recuerdos. Al llegar a mi casa -en frente, todavía-, me parece ver pasar, a las
nueve, a Floren o a Mary Ángeles.
José A. Suárez Marqués
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