Publicado en EL BALUARTE (Asociación de Amigos de Cudillero)
...Acabado el parvulario, y no sin cierta aprehensión de mi ma, me mandaron a la Escuela de la Rula, pomposamente denominada de ‘Orientación náutico pesquera’, y… aquello era la Isla del tesoro, el Capitán Trueno o el Oeste americano, todo en uno. Era el auténtico país de nunca jamás: aquellos guajes hacían honor a la leyenda de descendientes de vikingos…
Alejado ya de la puerta de casa, se abría como un mundo fabuloso, en una geografía casi inabarcable para mis siete u ocho años: en un altillo de la propia escuela -ya beneficiado aquel queso, amarillo oxidado, empaquetado en botes cilíndricos de lata- yacían, como un relicto de la ayuda yankee, unos bidones de cartón anillado, casi llenos aún de leche en polvo, ya semicristalizada por la humedad y que, no muy apreciada, utilizábamos como los más fantásticos proyectiles –cuyos impactos se deshacían en una nube de polvo blanco- que, líbrenos Dios, si al azar alcanzaban a “Colorín”, el rulero, a Cruz “La Carmencha” o a Esther “La Franxona”, pues, acabarían poco menos que en un conflicto de orden público. Es curioso, en aquella España, cuando las invernadas de ir a la tienda de fiao, aquellos rapacinos –no sabría muy bien por qué-, nos subíamos a pesarnos, continuamente, en aquellas básculas de pantalla circular que, a modo de custodios, flanqueaban la arcada de acceso a la sala de subastas de la rula. Entonces ignoraba que la pugna por instalarlas –para sustituir el pesaje de la pesca en las propias de las fábricas- pudiese haber costado tan caro, en los turbulentos años republicanos que siguieron a su aparición. La explanada de la Rula, entonces –antes del calentamiento global y de la sobreexplotación- rebosaba de fabulosas cantidades de merluza del pincho, de palometa, de besugo o de congrios enormes y desventrados, amontonados directamente en el suelo. Podía ocurrir que, en medio de la letanía de “Colorín”, por entre las pescaderas, aparecieran los ladridos del Bobby, perseguido por Manolito y el resto de la tropa detrás. Vivíamos, desaforados y ávidos, las aventuras de Robinson Crusoe o del pirata Morgan –¿no decían que Cudillero fue un nido de piratas?-: el casco viejo del “San Pedro” -varado a la vuelta de la caseta del cable de sebordar, que tan providencialmente manejaba José Antonio-, fue un bajel donde surqué los siete mares con Vitorino, Antonio, Ía, Dimitrín, Jesús Cándido, Quilinín, y yo qué sé, la compaña entera y… aun más. Liquidamos a más de la mitad de los piratas del Caribe, y Dimitrín debió de acabar hasta con… Mobby Dick. A nosotros nos iban a contar cuentos de la Tele, por aquel entonces. Las correrías, por la escollera, llegaban, incluso, más allá de la playa de Barera, dónde comenzaba un peligroso y rico mundo, el del sarreu, habitado por andaricas, pulpos o quisquillas. Otros días nos llevaban por el imposible campo de futbol del “Güerto de las Ánimas”, en el canto de la rasa, que luego esflechó tapando la salida del túnel de la playa, donde aprendíamos a nadar –en el hoy cegado pozo de “La Caldera”, o entre “El Caballo”, “La Redonda” y “La Peñona”- con una hilera de boyas de corcho ensartadas en un cordel, tratando de nadar -misión imposible- con una menos cada día. Aquellos partidos de futbol podían a llegar a ser demasiado conflictivos: si un gol o un córner acababan con la pelota en la playa, cien metros casi verticales, más abajo –entonces, a Cimadevilla-. “El Cantu” y “La Garita” eran el escenario ideal para alcanzar el faro de descubierta, por donde nos tentaba el camino imposible de La Conchiquina, tentando la bajada por la cara este de la Punta Rebollera, La más alta ocasión que vieron aquellos tiempos se produjo cuando, en el cine de las cinco, vimos a “Jeromín” (mucho antes de la ocasión de Lepanto) reñir descomunal batalla naval, sobre botes o una especie de almadías que semejaban bajeles y… claro, los botes de remo de la Concha eran una tentación demasiado grande: las embestidas y los abordajes fueron, realmente, heroicos. Lo que no quitó para que, luego, más de una madre nos sometiera a fuego graneado… y así nos fuimos haciendo mayores. De repente, el paseo del muelle en verano, o la playa, se poblaron de mocinas…
Llegaban los sesenta y, entonces, se produjo algo más que un relevo generacional. Esta vez, en la España en blanco y negro, secuela de la guerra incivil, los acontecimientos superarían lo habitual. Nos olvidamos de la Piquer y de la copla e inauguramos los sesenta al son de Karina y Mike Ríos, o de aquel twist que berreaban The Beatles. Estrenamos pantalones de campana, pelos largos y toda la parafernalia guatequil; la que ahora -medio siglo después- recuperan en las teles. Pero lo que ese ‘blanco y negro’ no es capaz de devolvernos, es aquella emoción de vivir algo nuevo, de rebeldía, de tener la sensación de estar haciendo historia. Y, aunque sí fue una forma distinta, o más profunda, de cambio: tampoco inventamos la rueda, como bien nos hacen recordar los que ahora mismo, de nuevo, tratan de inventarla.
Recién llegados, en plena soberbia juvenil, nos sentíamos ajenos a la cronología, estábamos inaugurando el mundo. Qué antiguo ¿verdad? Bueno, ya lo descubrirán…
Aquel Cudillero, fue cogiendo color: las casas –leyenda urbana, o no- empezaron a exhibir una paleta no muy diferente de las lanchas, y se construyeron nuevas en La Plaza o detrás del lavadero, donde aquella huerta de Rovés, en cuyo portón de hierro amorábamos los guajes, tratando de vislumbrar lo que a todas luces imaginábamos como un jardín romántico y misterioso, aun sin saber nada del romanticismo. Justo por encima, en ‘Las Rozas’, se practicaba una curiosa costumbre: ir a tomar el sol, de tertulia, nada más comer. Claro, no había tele…
Que llegó justo con el Bar Nuevo: en pleno inicio de la cuesta, en el lugar del antiguo parque -en el que nos hacían fotos en bombachos, antes del año cincuenta-, y de ‘la obra’ que, sin saberlo bien nosotros, iba a traer la modernidad: oficinas de la Cofradía, escuela, consultorio médico y aquel bar que. además de la tele -especialmente el “Sábado noche”, “Estudio 1” y los Musicales, o “Cesta y puntos”-, nos descubrió las tragaperras, los cubalibres, las mesas de terraza ¡en la rotonda y al aire libre! Ahora creo que es territorio de nictálopes o algo parecido.
Pero la memoria de aquel tiempo, siempre vuelve al momento luminoso de la llegada del verano: se acababa el curso y llegaban los veraneantes, esa especie tan distinta de los turistas; regresaban de Madrid o de Oviedo; volvían todos años, y sus aires de ciudad nos traían noticia de otro mundo posible. Entones, algo indefinible comenzaba a flotar en el ambiente y… no dejaría de crecer hasta la víspera, a más de media tarde: En ese momento, Cudillero entraba “en trance”. De pronto, toda la tensión acumulada durante días enteros, toda la energía, estallaba y la villa entera era una locura de fiesta: San Pedro, que –claro- no trataré de contar. Los “pixuetos” sabemos que eso -sólo-se vive.
Hoy, tantos años después de aquellos días de 'esplendor en la hierba', cuando recuerdo, me siguen acompañando emociones que ya nunca me abandonarán: en los instantes antes de empezar “L´Amuravela”; en las danzas a medianoche, en las que chicos y grandes, solteros y casados, homes y muyeres –juntos y revueltos- cantábamos las viejas estrofas de nuestros ancestros. Sabíamos, perfectamente, que allí y así mismo, lo habían hecho nuestros antepasados durante siglos. Aquel era un ‘cabo’ espiritual que nos unía a generaciones y generaciones de “pixuetos”.
Después del día de “San Pablín”, cuando una laxa melancolía aplanaba a todo el pueblo, unas cuarenta motoras, tras gran barahúnda de pertrechos y despedidas, salían para bonito y… entonces tardábamos casi una semana en recobrarnos.
Ahora, cuando ya falta menos para contemplar cómo pasa la vida en Cudillero, “sentao” en la solana, a la vera de la “Fuenti’l Cantu”; viendo cómo ese 'Mundo del ayer' se fue y no volveremos más; al retorno de la diáspora que emprendimos en los setenta, me apena, o algo peor, ver que además del tiempo y la mitad de sus gentes, falta algo de lo que hacía especial aquel Cudillero. Seguramente, se lo quedaron aquellas generaciones, que ya se fueron…
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