Ortega -de estirpe acomodada a los cigarrales de Toledo- acusa el contraste de la Mancha, espacio único, sin fin, con la
multiplicidad de los valles de Asturias, homogéneos
pero independientes, uno tras otro. Trata de huir de la momentaneidad -la sensación dominante en el viaje- y
de algún modo fijar las cosas, las sensaciones, que pasan a escape. La visión
fugaz de una zorra, bermejo
el lomo y orejas de punta, es un epítome de esa impresión.
Bajado de las alzadas, le llama la atención que el hombre de Asturias
no se refugia del campo en el burgo; aquí el campo es
el aposento, el lugar doméstico. La tierra es el verdadero hogar. La
rauda travesía por las comarcas mineras no parece influir en esa mirada. Oviedo y Gijón, le parecen ciudades viejas y próceres que
prolongan una brillante tradición culta y
refinada. Todavía era inimaginable que actuasen como imanes de las
gentes que irían despoblando el paisaje astur. Ortega encontraba más o menos oculto, en todos
los asturianos, un fondo rural que perdura y que bajo los modales de la ciudad
continuaba latiendo un corazón aldeano. En realidad, soñaba que esa
suerte de ruralismo, esa manera de relacionarse con el país, fuera nada menos
que el camino a la prosperidad de España, para no
entregarla a un urbanismo desnaturalizante. Quizá era un eco del regeneracionismo
del 98, más que una mirada certera. Después de todo, pensaba que España no
dejaba de ser una construcción mental, que la verdadera
unidad geográfica es la región, lo que
los emigrantes llevan –llevamos- en la retina.
En esa idea, almorzando en un colmado de Pravia,
ve a un mozancón, sin duda un indiano, del que comenta perspicaz su vecino -este vuelve tan
vaquero como se fue-. Y tiene la percepción de que esa es la
esencia del
pueblo, que ha de llegar a la ciudad, y de esta
a la capital, que no a la inversa. Piensa que es el modo de no perder la
energía vital de un país.
Siguió viaje a Cudillero en compañía del pintor asturiano Evaristo
Valle, sin duda interesado por su expresionismo que, de alguna manera, captaba
aquella idea de la realidad social que preocupaba a Ortega, quien le instó a
pintar “Cudillero” y la “escena marinera”. Esta última la colgó en su despacho,
donde ganaría una generosa pátina, del humo de los habanos que acostumbraba a
fumar en compañía de Baroja, Unamuno y media “generación” más…
Para Ortega, en toda la costa, fue el pueblo
que tenía el alto estilo de las razas pescadoras. Un terrible nido hincado en
la peña, apto solo para que de él se lancen al mar sus hombres, como recios
cormoranes el cuello tendido, el ala silbando.
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