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02 octubre, 2014



UN ASTUR SE VA A MADRID...

...desandando el viaje de Ortega y Gasset: 

Medio siglo más tarde, el puerto de Pajares, todavía, era una impredecible vía de comunicación con la meseta. En invierno, era frecuente, que a la altura de Mieres o de Lena, por encima del monte, se cerrara un cardumen de nubes,  gris, oscuro, casi  negro. La sensación de frío en el exterior, producía un escalofrío, con el estallido de las primeras pedrizas de granizo en los cristales.
Era muy probable que, más arriba, los payariegos acabaran ayudándote a calzar las cadenas del coche. Llega un momento, en que el viajero ya no siente ni los dedos, entonces los lugareños aferran con manos como tenazas la cadena y la cierran de un arreón. 
La ventisca, la nieve y el hielo pueden durar hasta Madrid. En verano, contrariamente, puede suceder que saliendo de  una cortina de niebla o lluvia, se entre en la solanera. Al paisano, que se  aventuró a salir de sus valles, aquello puede llegar a parecerle plomo fundido. Ya en Castilla, casi no hay bajada. Alguna solitaria mata de torvisco, la flor amarilla de la retama negra que despunta entre las calizas, y sin solución de continuidad, la gran llanada: seca, inhóspita, inacabable…incansable. 
El alma del astur se encoge, tiene la sensación de que aquello nunca va a terminar. Llega  a pensar que el ocre -la tierra seca, el pajizo- lo invade todo, que el verde ha desaparecido y que nunca volverá. No acaba de entender muy bien que ocurre con la horizontalidad, pero de pronto, una línea quebrada, endrina, tras la lejanía del horizonte -¡el Guadarrama!- se lo hace entender: no había montes. 
Madrid acababa de dejar de ser un “poblachón” manchego. Ya tenía millones de habitantes y estaba tomando impulso para dar la gran voltereta. Pero eso, ya lo “contó” mucho mejor Tito Fernández, el de San Esteban, la noche de los jueves.
Entonces, la política estaba entrando en ebullición, venían tiempos nuevos. La escuela de Sociología, en el viejo caserón de la calle San Bernardo, fue un observatorio privilegiado para ver y vivir todo aquello. Precisamente, allí, donde -mediados los cincuenta- López Pacheco, buscando "nombre a su corazón", se había enrolado el los campos del Servicio Universitario del Trabajo, hasta llegar a Cudillero  con "los pénjamos" (Por el corrido, canción del verano, aquel año que hicimos la primera comunión). Pero, después de la ebullición, llegó el desencanto, y el Café Gijón, lleno de vacas sagradas, parecía una especie de tertulia-refugio, donde Alfonso fiaba montecristos a famosos y anónimos. Después del Cine Mary, el Teatro Real era un deslumbramiento… de músicas. Pero, seguramente, la impresión más fuerte fue el Museo del Prado: contemplar repetidamente, y solo, la sala de las Meninas, es algo irrepetible, pues a través de un aire de siglos, casi podías...tocarlas. Eso, únicamente podía suceder hace más de cuatro décadas. Y era Madrid.

Entonces ocurrió: en el centro, yo solía cenar en un asturiano: “El Luarqués”.  Era temprano y solamente había una pareja en la mesa vecina. Una señora de mediana edad acompañaba a alguien con porte de señorón mayor, que decían en otro tiempo. Éste, de vez en cuando, echaba ojeadas al libro que -vieja costumbre- yo leía durante la cena. Curiosidad que le llevó a interesarse por mi lectura:
 - Parece muy entretenido.
 - Sin duda, sin duda-  respondí.
 - ¿De qué autor es?-inquirió.
 - De Ortega. Es “De Madrid a Asturias” de “El Espectador” -contesté.
 - ¡Ah!...que interesante. 
Después, tras algunos comentarios sobre las impresiones que yo tenía de esa lectura, respondí a su pregunta -que era de Cudillero. 
Mi vecino, entonces, manifestó que acababan de realizar un viaje a Asturias, con estancia en Cudillero, donde un señor, que casualmente habían conocido en un bar del Puerto, les había servido de magnífico “cicerone”, haciendo mucho más agradable su estancia.
Algunos datos, hicieron muy reconocible para mí, al “cicerone”.
 - Pues, sin duda, esa persona es mi padre- le contesté.
 - Pues ese, el autor del libro, es el mío. Soy Miguel Ortega Spottorno.

Los derroteros que siguió la conversación ya son otra historia.


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