...desandando el viaje de Ortega y Gasset:
Medio siglo más tarde, el puerto de Pajares, todavía, era una impredecible vía de comunicación con la
meseta. En invierno, era frecuente, que a la altura de Mieres o de Lena, por
encima del monte, se cerrara un cardumen de nubes, gris, oscuro, casi negro. La sensación de frío en el exterior, producía un escalofrío, con el estallido de las primeras pedrizas de granizo en los cristales.
Era muy probable que, más arriba, los payariegos acabaran ayudándote a calzar las cadenas del coche. Llega un momento, en que el viajero ya no siente ni los dedos, entonces los lugareños aferran con manos como tenazas la cadena y la cierran de un arreón.
La ventisca, la nieve y el hielo pueden durar hasta Madrid. En verano, contrariamente, puede suceder que saliendo de una cortina de niebla o lluvia, se entre en la solanera. Al paisano, que se aventuró a salir de sus valles, aquello puede llegar a parecerle plomo fundido. Ya en Castilla, casi no hay bajada. Alguna solitaria mata de torvisco, la flor amarilla de la retama negra que despunta entre las calizas, y sin solución de continuidad, la gran llanada: seca, inhóspita, inacabable…incansable.
El alma del astur se encoge, tiene la sensación de que aquello nunca va a terminar. Llega a pensar que el ocre -la tierra seca, el pajizo- lo invade todo, que el verde ha desaparecido y que nunca volverá. No acaba de entender muy bien que ocurre con la horizontalidad, pero de pronto, una línea quebrada, endrina, tras la lejanía del horizonte -¡el Guadarrama!- se lo hace entender: no había montes.
Era muy probable que, más arriba, los payariegos acabaran ayudándote a calzar las cadenas del coche. Llega un momento, en que el viajero ya no siente ni los dedos, entonces los lugareños aferran con manos como tenazas la cadena y la cierran de un arreón.
La ventisca, la nieve y el hielo pueden durar hasta Madrid. En verano, contrariamente, puede suceder que saliendo de una cortina de niebla o lluvia, se entre en la solanera. Al paisano, que se aventuró a salir de sus valles, aquello puede llegar a parecerle plomo fundido. Ya en Castilla, casi no hay bajada. Alguna solitaria mata de torvisco, la flor amarilla de la retama negra que despunta entre las calizas, y sin solución de continuidad, la gran llanada: seca, inhóspita, inacabable…incansable.
El alma del astur se encoge, tiene la sensación de que aquello nunca va a terminar. Llega a pensar que el ocre -la tierra seca, el pajizo- lo invade todo, que el verde ha desaparecido y que nunca volverá. No acaba de entender muy bien que ocurre con la horizontalidad, pero de pronto, una línea quebrada, endrina, tras la lejanía del horizonte -¡el Guadarrama!- se lo hace entender: no había montes.
Madrid acababa de dejar de ser un “poblachón” manchego. Ya tenía
millones de habitantes y estaba tomando impulso para dar la gran voltereta.
Pero eso, ya lo “contó” mucho mejor Tito Fernández, el de San Esteban, la noche
de los jueves.
Entonces, la política estaba entrando en ebullición, venían tiempos
nuevos. La escuela
de Sociología, en el viejo caserón de la calle San Bernardo, fue un
observatorio privilegiado para ver y vivir todo aquello. Precisamente, allí,
donde -mediados los cincuenta- López Pacheco, buscando "nombre a su corazón", se había enrolado el los
campos del Servicio Universitario del Trabajo, hasta llegar a Cudillero con "los pénjamos" (Por el corrido, canción del verano, aquel año que hicimos la primera comunión). Pero, después
de la ebullición, llegó el desencanto, y el Café Gijón, lleno de vacas sagradas,
parecía una especie de tertulia-refugio, donde Alfonso fiaba montecristos a
famosos y anónimos. Después del Cine Mary, el Teatro Real era un
deslumbramiento… de músicas. Pero, seguramente, la impresión más
fuerte fue el Museo del Prado: contemplar repetidamente, y solo, la sala de las
Meninas, es algo irrepetible, pues a través de un aire de siglos, casi podías...tocarlas. Eso, únicamente
podía suceder hace más de cuatro décadas. Y era Madrid.
Entonces ocurrió: en el centro, yo solía cenar en un asturiano: “El Luarqués”. Era temprano y solamente había una pareja en la mesa vecina. Una señora de
mediana edad acompañaba a alguien con porte de señorón mayor, que decían en otro tiempo. Éste, de vez en cuando, echaba ojeadas al libro que
-vieja costumbre- yo leía durante la cena. Curiosidad que le llevó a
interesarse por mi lectura:
- Parece muy entretenido.
- Sin duda, sin duda- respondí.
- ¿De qué autor es?-inquirió.
- De Ortega. Es “De Madrid a
Asturias” de “El Espectador” -contesté.
- ¡Ah!...que interesante.
Después, tras algunos comentarios sobre las impresiones que yo tenía
de esa lectura, respondí a su pregunta -que era de Cudillero.
Mi vecino,
entonces, manifestó que acababan de realizar un viaje a Asturias, con estancia en Cudillero, donde un señor, que casualmente habían conocido en un bar del Puerto,
les había servido de magnífico “cicerone”, haciendo mucho más agradable su
estancia.
Algunos datos, hicieron muy reconocible para mí, al “cicerone”.
- Pues, sin duda, esa persona es
mi padre- le contesté.
- Pues ese, el autor del libro,
es el mío. Soy Miguel Ortega Spottorno.
Los derroteros que siguió la conversación ya son otra historia.
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